¿Croissant para uno?

Escrito por Reyes Triano - 2 de junio de 2023

Dos hombres miran atentos mi llegada a Colette, mi supuesto oasis femenino. Con las espaldas contra el cristal me miran. Se miran el uno al otro. Miran sus diminutos cafés y de vuelta a mí. ¿Cuántos sorbos más le quedan a esta?, se preguntan. No es el ambiente que suelo encontrar pero, como viene siendo costumbre, las cosas se ponen más feas cuando voy a escribir sobre ellas. O mi ojo más crítico. Mi madre siempre dijo que mi pluma era de acero y a mí me gustaba ser dramática y pensar que la tinta sería sangre. Supongo que podría cambiar el color de estas letras desde la domesticada barra de herramientas y, entonces, poder sembrar el caos en este recién inaugurado blog de recomendaciones para viajeros.

Desde dentro veo los pliegues de sus chaquetas aplanarse contra el ventanal, delimitando exactamente los trozos de su espalda que tocan el cristal como pequeñas islas y quitándoles la seriedad que parecían tener desde fuera. Ahora me caen un poquito mejor. Con esta recién encontrada inocencia, me pido un colacao sin lactosa y un par de macarons de fresa. Podría parecer que tengo fijación con las ventanas de Colette pero, después de sentarme con la merienda, me pongo automáticamente a mirar a través del gran cristal que llega del suelo al techo. Una actividad obligatoria (sobretodo, para visitas solitarias) incluye mirar a los viandantes de la calle San Eloy e imaginar cómo hablan o adónde van o qué piensan. Es posible que sea mi chaqueta la que se aplaste contra el cristal dentro de poco.

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Tomada por Reyes Triano - 2 de junio de 2023

En la terraza, sentada en una de las pequeñas mesas veo a una mujer leyendo a Hoover y bebiendo matcha con leche y hielo. Al lado otra mujer con unos pendientes de cuentas moradas y rosas entre sus rizos. En la punta de cada hilito de cuentas hay una gran piedra azul redonda pero no perfectamente. Nada más levantarse, se sienta una madre y una hija -y su caniche-. Estas pequeñas cosas (la literatura de romance, los abalorios coloridos, las mascotas en brazos y en bolsos) crean el baluarte invisible que esconde esta cafetería para mujeres y adyacentes. Siento que podría contar cualquier secreto y explicar todas mis preocupaciones. Es un refugio para introvertidos. Y cuando los introvertidos estamos a gusto…hasta el croissant más bueno puede durar horas mientras la charla o la vista sean de agrado. Digo el croissant, pero me refiero al coulant, la tarta de queso con mermelada, etcétera. Etcétera más conocida como sándwich mixto con bechamel, pain au chocolat, palmeritas, y otros muchos etcéteras. También tienen tostadas para el desayuno. No hay que olvidar el quiche de espinaca.

Hoy mi plan era visitar la casa Fabiola. Los lunes no abre. Pensé en hacer mis recados. Tenía que ir a la mercería y a la farmacia. No abren hasta las cinco y media de la tarde. Son las tres y cuarto. Subo por las calles medio deambulando. Paseo por el inmenso Zara de tres pisos. Antiguamente había sido una galería de tiendas. En su pasillo interior que conecta la plaza del Duque con la calle San Eloy, había un puesto de pollos asados. Dicen que olía toda la calle al pollo. Ahora el blanco y el beis, junto con el poliéster, hacen un camino perfectamente aburrido que desemboca en el turquesa de esta pequeña pastelería donde voy a hacer tiempo hasta que se pase la hora de la siesta y me vendan unos cuantos ojales metálicos. ¿Para qué quiero ojales? Eso es otra historia. Lo importante es que son suficiente excusa para tomar algo dulce.

Solo tienen mesas pequeñas. Tres personas pueden arrimarse pero no más. Nos justifica a las que vamos solas. No hay grandes grupos que nos hagan sentirnos observadas. Ensimismarse debería ser un derecho y esperar puede ser un arte. Aquí pasa el tiempo más aterciopelado que en las agitadas calles del centro de Sevilla. Irrumpiendo mis ensoñaciones, entra un señor buscando el cuarto de baño. Desorientado gira de un lado al otro. Esta pastelería es bastante pequeña. No le está dando el espacio suficiente para perderse y parece exigirlo con sus aspavientos. Tras unos segundos en un laberinto invisible, me uno al resto de chicas de alrededor como un coro ya ensayado. Nuestras voces -en su registro más agudo- entonan al unísono: “El baño está ahí”. Nuestra coreografía se limita a señalar la única puerta del local. Desaparece su figura y el tiempo se vuelve a ralentizar. La manta mullidita que me envolvía en mi espera psicológica me vuelve a enrollar.

Mi taza está vacía. Ya he machacado bajo mi dedo las miguitas que dejaron los macarons. He lamido los trocitos de azúcar rosa que quedaron pegados en mi índice. Devuelvo los platos vacíos a la barra de cristal (con la esperanza de caerles bien a las camareras) y me voy.